III ÉPOCA. ERASMUS+ IPEP de Jaén. Gracias, J.A, por inspirar este Erasmus+ que tantos frutos dará.

Arroz con hinojos.

 

La carta termina con un sentido agradecimiento. 

 

J.A. ha recibido su notificación de puesta en libertad. Unas malas decisiones dieron con sus huesos en el trullo. Por avatares de la vida, él y yo terminamos juntos hace ahora un año y un mes. Alumno y profesor. ¿Seguro?

 

Recuerdo que mi primera clase, de inglés, allí abajo en el penal rodeado de secos olivares a pesar de que noviembre se acerca ya a su San Martín, fue un auténtico desastre. J.A. me miraba con cara de pasmo porque no daba crédito a lo que veía. Nervioso, atolondrado, perdido, despistado. Yo, no él. El preso, como ellos mismos se llaman sin ambages ni eufemismos absurdos, asentía sumiso, obediente, como si estuviera versado en La Mandragora, a mis tontas preguntas de ‘¿lo entiendes? O un peor y tembloroso ¿voy más despacio? Hasta que, con sumo respeto, dejó caer un ‘maestro, ¿por qué no hablamos de Historia o de Latín? 



Foto de @mmolpor


 

29 años de docencia se fueron a la basura en un plis plas. A la porra. J.A, con suma maestría, me hizo ver que aquello era un desastre, que no le interesaba ni lo más mínimo mi zaherido discurso y que mejor que hiciéramos algo de provecho. 

 

¿Latín? Perplejo estaba. ¿Qué este señor quiere clases de Latín? ¡Cuántos prejuicios y cuánta ignorancia rezumaron mis poros en dos segundos!


3 años de estudio en el instituto en los felices años 80, más dos en la Universidad, junto con algo de culturilla acumulada por el paso de los años, me dijeron, bueno, venga, con esto puedes, vamos a recordar algo de declinaciones, y allí que empiezo a cometer el mismo error. Rosa, rosae, rosis, rosarum, y un poco de garum, ya puestos.

 

J.A, de nuevo con suma inteligencia, levantó la mano y, cuando yo deseaba alegre que me preguntara por alguna de esas antiguas palabras, me interpeló un sorprendente ‘¿qué opina usted de Julio César? Iluso de mí.

Al suelo se cayeron desplomados los restos de los avejentados marmolillos entre perniles colgantes. A plomo. Hasta un ‘clannnnnn’ retumbó en el vacío. En 20 sudorosos minutos, un joven maduro interno de una prisión provinciana, ojos negros de profunda y punzante lanzada, me hizo ver que, aunque de ilusión iba claramente sobrado, mi sapiencia sobre cómo dar clase en una prisión equivalía a un cero absoluto, como el vacío infinito de un agujero negro interestelar. Y digo dar clase, no eso de ‘nene, pasa la página, subraya lo que yo diga, copia las palabras, y para mañana me traes el resumen y no hay preguntas que tengo que terminar el temario’, que son dos actividades muy diferentes.

 

Repensando las prácticas educativas para adultos, estudiantes penitenciarios y menores infractores 



‘¿Julio César? ¿Aquel famoso romano que salió corriendo de la lluviosa Albión para volver años más tarde con más impedimenta y mejor preparado?’ respondí yo. Y a eso nos pusimos pues, venga, a charlar, durante más de una hora, que si legiones, que sí Escipión el Africano la lio parda por los campos de Jaén, que si los Griegos, y los Sirios y… Descubrí que J.A. había leído más que muchos que rompen tizas en la Universidad. Bastante más. 4 paredes de hormigón frío y gris dan para mucho. El tiempo, como J.A, se mide en otras magnitudes cuando te hayas en un lugar así. No corre, no tiene ninguna prisa, agoniza sin nunca morir.

 

J.A. tiene un verbo jocoso, a lo jácaro por momentos, un saltimbaqui juguetón de la palabra, maestro ducho en la jerga carcelaria y Suma Cum Laude de la vida en el habla caló. Acompaña sus chanzas, que te alegran las clases cuando más lo necesita el momento, con gestos atinados, certeros por la ironía fina, que agrandan al efecto de la broma. La vida lo puso en mi clase de 1º de Bachillerato para adultos, y a mí, con él. Tras la mortífera pandemia, J.A, y yo estuvimos en clase solos durante 6 meses, pues sus compañeros, por diversos motivos, fueron abandonando, como si fueran las fugaces ondas surgidas en un lago tras una piedra juguetona que salta a la rana. Desvanecidos en segundos. 

 

Hay muchos interrogantes tras esas fugas de clase, que no de la prisión. La verdad es que esos gruesos muros, rasgados por cortantes concertinas que brillan y ciegan por el sol, imponen cierta desazón a los que no estamos habituados a verlos y los crepitantes clin, clan, zas, ijjjjjjj, buuuum proferidos con alegría por los gruesos goznes de las doloridas puertas, aterrorizan hasta la última de mis ajadas neuronas. Es el peaje que debo pagar por los momentos de alegría que me esperan con J.A, y este año, con Sergio, el que todo lo quiere aprender en un par de horas, con Manuel, con más tralla en el cuerpo que un minero de la fría Pola de Siero, con Manuel 2, callado, atento y de mirada escondida, tal vez demasiado circunspecto, con Jesús, el más joven de mis increíbles pupilos, casi imberbe todavía, penitente sufriente del silencio, y con el recién llegado Sebastián, doctorado en la dureza de la vida, memoria enciclopédica, admirado por todos, y con Iván, no el Terrible, sino el doliente, pero amable, cortés y respetuoso como pocos alumnos he tenido en la vida.

 

En esa carta, J.A. me recuerda con sufrimiento verdades olvidadas. Sin que nadie lo percibiera, me entregó la carta al terminar la clase, una misiva manuscrita entreverada con tareas de filosofía e inglés, mientras me susurraba en el oído ‘para que lo lea usted en casa, en silencio, con calma.’ 

 

J.A me presenta verdades que he aprendido con él durante este año y poco más en el que he tenido la dicha de ser su alumno. 

 

Un día, cabizbajo, sollozante y dolido, sobre todo, pungente, entró a la clase como siempre, con un eco resonante en los largos pasillos que conducen a los diferentes módulos, ‘buenos días, don Manuel’, pero, en vez de preguntar a continuación como es costumbre en él, ‘¿cómo le ha ido la semana, don Manuel?’ se adentró callado en la clase -horripilante mazmorra nazarí- bajó los 5 escalones y ocupó el incómodo banco donde siempre se sentaba. Iba ese día de nuevo inmaculadamente vestido, el pelo ordenado como la trama de una manta zamorana. Suerte que tiene. Para venir a mis clases, prácticamente todos los alumnos se afeitan, se ponen sus mejores galas y dejan el ajetreado chándal reposar durante unas horas. Forma parte de su ritual de fuga temporal del módulo en el que están recluidos. Es como la misa de 11 dominical para los ancianos del barrio. 

 

Esperé unos minutos, con un silencio atronador, y percibí que un par de lágrimas caían. 

 

J.A. ha sido el que me ha enseñado a ser un buen profesor, a valorar la belleza de la vida en libertad, a ser mucho más prudente con las palabras que usamos, a dar gracias por la vida que llevo, a mirar con otros ojos a aquellos que están apartados de nosotros porque la vida es jodidamente dura, a ver, oír, callar y escuchar. He hecho un curso intensivo en ‘VDJ’ (hala, averigüen queridos lectores qué es eso), impartido por personas que quieren aprender a ser mejores, a enmendar los errores cometidos, a encontrarle sentido a sus vidas cercenadas por los desatinos cometidos, a sentirse, como ellos dicen, que no son escoria durante un par de horas. 

 

Fue, tras un mes con él en una clase en la prisión, cuando me dije que algo había que hacer, que si yo quería ser un buen profesor con ellos, debía empezar a estudiar lo que hubiera por los googles del mundo del más allá sobre la docencia en las prisiones, consejos prácticos, no manuales sesudos. 


Pues resulta que solo hay manuales sesudos escritos en su mayoría por personas que no han pisado una prisión ni han sentido la mirada dulce, dura y dolorida de un preso esperando la lección del día con una atención que ni el Juli tenía cuando le embestía un buen vitorino de 500 kilos. Y ahora, ¿qué?

 

Acababa octubre. Erasmus se presentó repentinamente por la mañana. No lo esperaba. Hacía no mucho tiempo que me había despedido de él, porque nuestras vidas habían tomado rumbos distintos. Juguetón, me susurró algunas cosillas y me planteó que tal vez él podría ayudarnos a averiguar cómo se pude mejorar la docencia a estas personas que, por el motivo que sea, han terminado en una cárcel. Repito, cárcel. 

 

Un año después, Erasmus ha convencido a una serie de profesores de este instituto de adultos para que, como aquellos desternillantes personajes de la inolvidable película ‘Aquellos chalados en sus viejos cacharros’ (los jóvenes busquen por el cibermundo, es una película prodigiosa de 1965), empiecen en un par de días una serie de carreras, viajes y aventuras en las que van a protagonizar más peripecias de las que se puedan imaginar. Matosinhos, cercada por la bella Oporto, nos espera. He cogido el paraguas alto, que sirve de bastón y me viene muy bien, porque vamos a ver llover como no lo hemos visto en nuestra vida. 

 

J.A. me dice en su carta que lo más bonito que yo he hecho por él durante este maravilloso año es que, cuando el venía a mis clases, se le olvidaba por completo que estaba reo en la cárcel, que en esos momentos él se sentía de nuevo una persona digna, libre, respetada y valorada. Y que el Erasmus ese del que no paro de hablar, era el culpable de que yo fuera así. 

 

Después de limpiarse las lágrimas, J.A. me dijo que ese día no estaba para latines ni latazos, que si podíamos hablar de otras cosas y, hete ahí que terminamos enfrascados en si el arroz está mejor con carne o con pescado, y me suelta, como si fuera un dogma de fe, ‘con hinojos, don Manuel, tiene usted que probar el arroz con hinojos que hace mi madre’. ‘Hasta que no lo pruebe, usted no sabrá lo que es un buen arroz’.

 

Estas letras están dedicadas a mi querido alumno J.A, quién hoy ha terminado de cumplir su condena en la prisión. Ya ha cumplido su pena.


Manuel Molina Porlán. 

Profesor de algo.

 

  

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